Mons Ricardo Blázquez en el V ENCUENTRO MUNIDAL DE LAS FAMILIAS

CONFERENCIA EN EL CONGRESO DE LA FAMILIA DE VALENCIA

LA TRANSMISIÓN DE LA FE: ASPECTOS TEOLÓGICOS
1.        «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio»
«Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os proclamé y que vosotros recibisteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando, si es que lo conserváis como os lo proclamé. Si no, habríais creído en vano. Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y más tarde a los Doce ... Pues bien, tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído» (1 Cor 15,1-5.11).
Para impugnar el error de algunos miembros de la comunidad de Corinto que negaban la resurrección de los muertos (v.12), Pablo les recuerda autorizadamente, como su apóstol, la afirmación fundamental de la proclamación evangélica, a saber, el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado. En este anuncio está el corazón del Evangelio. Los términos transmitir, recibir y conservar, que pertenecen al vocabulario rabínico, son aplicados por Pablo y los demás apóstoles a la palabra viva del Evangelio, al kerigma, que vienen proclamando. Este anuncio es portador de salvación para cuantos lo acogen por la fe.
Cada cristiano, cada comunidad de fieles y cada generación se encuentran inmersos en la corriente vital de escucha del Evangelio, de participación en la gracia del Evangelio y de transmisión del mismo Evangelio, ya que somos oyentes de la Palabra, beneficiarios de la Palabra, y por naturaleza la Iglesia, y cada fiel cristiano en virtud del bautismo, somos misioneros. Este dinamismo de Evangelio recibido, conservado y anunciado es vital para la Iglesia; por eso, cuando la cadena viviente de recepción y transmisión se debilita seriamente se suscitan hondas inquietudes. Por esto se comprende que voces autorizadas nos recuerden que “la transmisión de la fe es la primera tarea y el primordial problema de la Iglesia en España».
En la misma carta, a propósito de las asambleas de la comunidad para celebrar la Eucaristía que entonces tenía lugar en el marco de una comida fraternal, pero donde se formaban grupos probablemente según las condiciones sociales en lugar de unirse y poner todo en común, Pablo corrige este proceder que dividía a la comunidad remitiendo también a la tradición como criterio de autenticidad evangélica: «Porque yo he recibido del Señor lo que a mi vez os he transmitido: El Señor Jesús en la noche en que era entregado, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía"» (1 Cor 11,23-24). Pablo es ministro de una tradición, que él también ha recibido, según la cual la institución de la Eucaristía por Jesús en la última Cena constituye el espejo del amor y de la entrega entre los discípulos. En conexión con el carácter de «memorial», que es la Eucaristía, se subraya la fidelidad a lo que Jesús dijo e hizo. No sólo la predicación del Evangelio, sino también la celebración de la Eucaristía, es contenido de tradición, de la «parádosis», que se remonta al mismo Jesús y nos es asegurada por sus testigos autorizados. El Evangelio anunciado con palabras y hechos, ya que no sólo el kerigma sino también la celebración eucarística es proclamación de la muerte del Señor hasta su venida (cf. 1 Cor 11,26), ha sido transmitido y recibido y debe ser oral y realmente con fidelidad conservado. Recordar el Evangelio y celebrar el memorial del Señor significan reconocimiento de Jesucristo nuestro Salvador, movilizan nuestra vida a la fidelidad, nos protegen de posibles olvidos e impiden que otras formas de pensar y de vivir se asienten en nuestro espíritu (cf. 1 Tim 6,20; 2 Tim 1,14).
El Evangelio no es invención de los hombres ni es tampoco fruto de la reflexión humana; procede del amor de Dios, y por ello es Buena Noticia de salvación para los hombres. La conciencia eclesial de la tradición cristiana se fue consolidando en medio de la historia con la expansión del Evangelio y con la necesidad de custodiarlo en su pureza. Pablo buscó siempre contrastar la identidad de la misión y del Evangelio recibidos directamente del Señor (cf. Gál 1,1.12) con el Evangelio transmitido en la Iglesia y que se remonta a los testigos del Resucitado, «para ver si había corrido en vano» (cf. Gál 2,2). «Recurre frecuentemente en sus cartas a la tradición, incluso en los términos técnicos de los rabinos [paralambánein (recibir) - paradidónai (entregar)], tanto en relación con el kerigma como con la ética y la disciplina eclesial (cf. 1 Tes 2,13; 4,1; 2 Tes 2,15; 3,6; Gál 1,9; 1 Cor 11,2.13; Rom 6,17; Flp 4,9; Col 2,6) » . Pablo desconoce la oposición entre el Evangelio y la tradición que procede del Señor, en que se anuncia el acontecimiento escatológico de la salvación de Dios en Jesucristo.
¿En qué consiste el Evangelio? El núcleo del Evangelio, vimos arriba, es la muerte de Jesús por nuestros pecados y la resurrección al tercer día, según las Escrituras. Jesús en persona es el Evangelio, la Buena Noticia de Dios, el Salvador de los hombres. A la luz de la historia de la Iglesia se puede afirmar que «el Evangelio es Jesucristo». Jesús es el Evangelio de Dios en el contexto histórico-salvífico en que existe y es comprendido. Jesús es el Mesías prometido por Dios a Abrahán y a su descendencia, e incluso a Adán y a todos los vivientes (cf Mt 1, 1 ss; Lc 3,23ss). Jesús anunció el Reino de Dios como la Buena Noticia de la paz para todos (cf. Hch 10,34ss); murió perdonando a quienes lo crucificaban y en realidad ofreciendo el perdón a todos los hombres; resucitado por Dios envió a los discípulos para que anunciaran el Evangelio a toda la creación (cf. Mc 16,15).
El Evangelio, que se condensa en Jesucristo, procede de Dios que es su fuente. Dios movido por amor nos ha hablado a los hombres como a amigos, se nos ha revelado y comunicado, nos acompaña diariamente y nos invita a la comunión con Él en el amor y la verdad.
La creación contemplada con espíritu abierto trae noticia de su autor; el universo es como un libro donde el hombre puede leer un mensaje del mismo Dios. No sólo el cielo estrellado tiene una ley; también Dios en el corazón del hombre ha inscrito una ley que no se ha dado él a sí mismo y que si la escucha se convierte en norte seguro para recorrer el camino de la vida. La creación tiene como «primogénito» a Jesucristo (cf. Col 1,12-20; Jn 1, 1ss).
Jesús es la plenitud de la revelación de Dios en la creación y en la historia; es el sí irrevocable de Dios a sus promesas (cf. 2 Cor 1,20). Con los siguientes términos lo enseña el Concilio Vaticano II en la constitución sobre la divina revelación: «Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo (Heb 1,1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1,1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, "hombre enviado a los hombres", habla las palabras de Dios O n 3,34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5,36; 17,4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14,9); Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para libramos de las tinieblas del pecado y de la muerte y para hacemos resucitar a una vida eterna. La economía cristiana, por ser la alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor (cf. 1 Tim 6,14; Tit 2,13)» (DV 4).
La manifestación y comunicación de Dios acontecen en la historia de la humanidad; de manera correlativa, la fe de cada creyente y del pueblo de Dios están marcadas por la historicidad. El Evangelio transmitido es recibido a través de la fe por un sujeto viviente; Dios y el hombre se encuentran. Pues bien, en medio de la historia el acontecimiento de Jesús no es sólo singular e irrepetible como todo acontecimiento histórico, sino que es, además, acontecimiento escatológico, es decir definitivo, lo cual implica plenitud de lo anterior y garantía irrevocable de Dios para el futuro. La «hora» de Jesús es la hora de Dios de manera única. En esta etapa final nos ha hablado por su Hijo; antes lo hizo numerosas veces por sus siervos. Antes nos comunicó mensajes parciales, ahora nos ha entregado su Palabra entera, que no tiene otra ni debemos esperar otra, como escribió bellamente san Juan de la Cruz. Porque la manifestación de Jesús es histórica y escatológica, quienes lo acompañaron desde Galilea son cauce obligado de la noticia histórica de Jesús; y por haberlo visto resucitado son además testigos singulares autorizados para anunciar a Jesús como el Salvador (cf. Hch 10,37-43).
A través de dos expresiones subraya el Nuevo Testamento la singularidad de Jesús: Es la novedad prometida y es «efápax». La alianza que Dios sella con los hombres en la sangre de Jesucristo es la «nueva» alianza (cf. 1 Cor 11,25; Jer 31,31ss); viniendo de Jesús, el Hijo de Dios encarnado que es la novedad absoluta, todo en relación con Él se convierte en nuevo: vida nueva por el bautismo, nuevo pueblo de Dios, nuevo templo en el Espíritu Santo, mandamiento nuevo del amor, etc. . La otra expresión, «efápax», significa «una vez para siempre». «En el Nuevo Testamento es término técnico para indicar el carácter único, y consiguientemente definitivo, de la muerte de Cristo y de la redención por ella». En esta expresión «una sola vez por todas» se incluyen la unicidad, la exclusividad y la universalidad; es decir, sólo Cristo es el único Salvador de todos los hombres. En la confesión de Cristo como el Mesías de Israel y el Prometido por Dios para la salvación de todos los hombres se incluye, consiguientemente, el mandato misionero (cf. Mt 28,18-20) Y la obligación sagrada de evangelizar, de transmitir el don recibido para que a otros llegue la salvación de Dios en Cristo (cf. 1 Cor 9,16).
En el resumen del kerigma, que nos recuerda Pablo en 1 Cor 15 de donde hemos partido, dos veces se indica «según las Escrituras», a saber, Jesús murió por nuestros pecados según las Escrituras, y resucitó al tercer día según las Escrituras. Aunque Pablo no aduce testimonios concretos de las Escrituras, es decir, del Antiguo Testamento, y se podrían recordar por ejemplo a Is 53,8-9 y Os 6,2, pretende más bien afirmar que la muerte y la resurrección de Jesús no fueron casuales ni hechos privados, sino acontecimientos salvíficos, previstos en el plan de Dios expresado por escrito en el Antiguo Testamento (cf. Lc 24,25-27.44-48). Esto significa que en el Evangelio predicado por los apóstoles, después de haberse encontrado con Jesús vencedor de la muerte int1igida por nuestros pecados, ha tenido lugar una interpretación cristológica de la Sagrada Escritura y de la historia salvífica de Dios con Israel. A la luz de Jesús constituido Señor y Cristo (cf. Hch 2,36), se relee el Antiguo Testamento. Jesucristo es la llave con la cual se abren a la Iglesia las Escrituras. Recordemos, por ejemplo, cómo nosotros, renacidos por el bautismo, en la vigilia pascual escuchamos los relatos de la creación, del sacrificio de Abrahán, del paso por el Mar Rojo, etc., a la luz de la fe en Jesucristo resucitado, simbolizado en el cirio pascual colocado junto al ambón desde el que es proclamada la Palabra de Dios. Los escritos del Nuevo Testamento irán surgiendo en el itinerario misionero de la Iglesia, unas veces ocasionalmente y otras con un propósito más amplio. Como expresiones de esta misma clave cristológica y eclesial de interpretación escriturística nacieron las reglas de la fe y los símbolos de la fe, que son resúmenes y como precipitado de lo anunciado por la predicación de los apóstoles y lo creído y compartido por la Iglesia en su vinculación con Cristo y en su separación de las posturas religiosas de los paganos, judíos o herejes nacidos en el interior de la misma Iglesia. El vigor en la profesión de la fe capacita a los fieles cristianos para anunciarla y también para denunciar sus tergiversaciones. Por esto, la despreocupación ante los peligros de contaminar la pureza de la fe, la indiferencia por su profesión íntegra y cabal, y no digamos el relativismo ante la verdad de la fe cristiana y ante la verdad sobre Dios, el hombre y el mundo, son enfermedades que producen anemia y marasmo en los cristianos y en la Iglesia. El «canon» de los escritos del Nuevo Testamento se basa también en la interpretación eclesial de la anchura, altura y profundidad del acontecimiento de Jesucristo.
2.       La Iglesia recibe y transmite el Evangelio.
La fe en Jesucristo resucitado, presente en la Iglesia, es la clave de los Evangelios, en que sus autores narran lo referente a Jesús <(cf. Lc 1,2-3). No hemos encontrado casualmente los Evangelios como unos libros de ocasión, los hemos recibido en la tradición viviente de la Iglesia. En estos relatos se han unido inseparablemente los recuerdos de la historia de Jesús, la fe de sus autores partícipes en la vida de la Iglesia y la intención evangelizadora. De estos libros singulares no podemos separar como por una electrólisis de laboratorio la historia de Jesús y la fe de la Iglesia en cuyo ámbito es aquélla transmitida, ya que al final, como han terminado todos los intentos de este estilo, habríamos reconstruido no al Jesús que fue sino a un Jesús a nuestra imagen y semejanza, según las modas y aspiraciones del tiempo. Tampoco podemos desarraigar a Jesús de la historia, ya que es el Hijo de Dios encarnado; por ejemplo, el conocimiento cada vez más preciso de las coordenadas espacio-temporales en que vivió Jesús repercute positivamente en el conocimiento de sus palabras, de sus hechos y de su existencia entera.
Pedro confesó a Jesús como el Mesías (cf. Mt 16,16), no porque con un chispazo de su inteligencia o un golpe de genio hubiera penetrado en la identidad última de aquel a quien tantas veces había escuchado y visto actuar, sino porque el Padre del cielo se lo reveló. Porque Jesucristo mora por la fe en nuestros corazones (cf. Ef 3,17s), lo conocemos y este conocimiento se convierte en «fuente de la que dimana la firmeza y la comprensión de todas las Sagradas Escrituras. Por esto, es imposible penetrar en el conocimiento de las Escrituras si no se tiene previamente infundida en sí la fe en Cristo, la cual es como la lámpara, la puerta y el fundamento de toda la Escritura».
«La fe, que ha sido transmitida a los santos de una vez para siempre» (Jds 3), es no sólo la llave para comprender las Escrituras, sino también la luz para reconocer y encontrar a Jesucristo en todas sus páginas. Si escudriñamos las Escrituras hallaremos en ellas el testimonio sobre Jesús, ya que hablan de Él (cf. Jn 5,39). Consiguientemente, ignorar las Escrituras es ignorar a Jesucristo, según expresión feliz de san Jerónimo. Por tanto, en la transmisión de la fe y del Evangelio ocupan las Sagradas Escrituras un puesto insustituible y primordial, ya que Jesús es el centro y el fin de las mismas (cf. Jn 1,45; 2,22; 5,46; 8,56; 12,16.41; 19,28.36; 20,9).
El bautismo y la tradición de la fe están estrechamente unidos, ya que la fe que el catecúmeno profesa en el bautismo es una fe transmitida y comunicada. Durante el catecumenado el bautizando va aprendiendo de la Iglesia Madre a creer, a vivir como cristiano y a invocar a Dios como Padre. En el proceso de preparación al bautismo hay una celebración en que se entrega al bautizando el credo (traditio symboli) y, una vez identificado vitalmente con él, lo devuelve (redditio symboli), es decir, lo profesa ante la Iglesia. El Bautismo es el sello sacramental de la fe cristiana, de la conversión a Dios, de la incorporación a Jesucristo muerto y resucitado, y de la entrada a formar parte de la Iglesia como familia de los hijos e hijas de Dios.
A la Iglesia entera ha confiado el Señor el Evangelio; y ella es el sujeto que lo ha recibido, que lo escucha sin cesar para su exhortación, que lo custodia con fidelidad y que debe transmitido. En el encargo de proclamar el Evangelio todos los cristianos podemos y debemos participar; nadie debe estar ocioso ni sentirse prescindible o sobrante; en esta tarea ningún creyente está solo sino en la comunión de la Iglesia. Nadie es espontáneo sino enviado por el mismo Señor. Hemos venido a la fe a través de la Iglesia y todos unidos presididos por los pastores participamos en la misma fe. La vida entera de la comunidad se debe convertir en llamada y anuncio (cf. Hch 2,42ss). Dentro de la Iglesia, que es como un cuerpo, cada cristiano y grupo de cristianos reciben una gracia y una vocación específica en orden a vivir y transmitir el Evangelio: los laicos que en la familia yen otras actividades temporales aspiran a que el Evangelio sea levadura; los contemplativos que con la luz del Espíritu van siendo íntimamente enseñados; los teólogos que con su trabajo paciente y esforzado ayudan a los demás cristianos en la inteligencia de la fe en medio de las diversas situaciones culturales. A los sucesores de los apóstoles ha encomendado el mismo Señor el ministerio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, no como dueños del Evangelio, sino «a su servicio, para enseñar no otra cosa que lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído» (DV 10).
Los sucesores de los apóstoles, presididos por el sucesor de Pedro, han recibido el encargo, conferido sacramentalmente, de custodiar la tradición apostólica, de mantener la identidad del Evangelio en el discurrir de la historia y de unir a la Iglesia como una comunión en la fe, en el amor y en la misión. La sucesión apostólica garantiza con la asistencia del Espíritu Santo la verdad del Evangelio, proclamado una vez para siempre por nuestro Señor Jesucristo y recibido por la Iglesia apostólica, frente a la disolución del mismo en la gnosis, que apeló y apela a revelaciones secretas, y frente a otros riesgos de tergiversación. Lo cual significa que la Palabra de Dios es avalada por los testigos primordiales enviados por el Señor, a los cuales es particularmente obligada la fidelidad. La sucesión apostólica, verificada en la comunión con la Iglesia de Roma, es el criterio de permanencia de cada Iglesia en la tradición común apostólica.
Las reacciones que en algunos sectores de la opinión pública han aparecido a propósito del Evangelio de Judas, cuya noticia del descubrimiento y publicación se hizo coincidir intencionadamente con la Semana Santa, han sido con frecuencia preocupantes. Por una parte, se ha pasado por alto que este evangelio apócrifo se conocía entre otras referencias por una de san Ireneo a finales del siglo II, y es probablemente un manuscrito copto del siglo IV; además, se ha llegado a afirmar que el Evangelio de Judas obliga a revisar todo lo que sabíamos de Jesús; incluso se ha manifestado una «predisposición a admitir que el cristianismo transmitido por la Iglesia ha ocultado cosas importantes y que la historia se ha deformado, no en detalles menores, sino en los fundamentos mismos en que se basa la propia institución eclesiástica». Esta desconfianza puede transparentar, como sugiere el autor, una escasa credibilidad en la Iglesia, que afectaría a la transmisión del Evangelio; pero, más allá de la estima social mayor o menor, se dirige al corazón mismo de la tradición apostólica. Se le disputaría a la Iglesia la lealtad en custodiar la memoria de Jesús y se pretendería arrancar de sus manos y de su corazón este tesoro que la identifica como tal.
La cuestión fundamental es la siguiente: ¿Dónde hallamos al Jesús auténtico? ¿Fueron los herederos legítimos de Jesús los judíos que lo rechazaron y persiguieron? ¿Acaso lo serían los romanos que sólo se ocuparon de Él cuando lo estimaron como un peligro político en la situación conflictiva del tiempo de Poncio Pilato, procurador de Roma en Judea, que mandó crucificarlo? ¿Se puede confiar en la reconstrucción subjetiva que cada historiador puede hacer de Jesús y que de hecho se ha realizado mil veces terminando en un gran fracaso, como reconoció su extraordinario historiador A. Schweitzer? ¿Debemos esperar a que este escrito, por otra parte muy magro y ya considerado en la historia como el Evangelio de Judas, o cualquier novela pretendidamente histórica nos dé la pista para encontrar al Jesús auténtico? ¿ o serán los herederos legítimos de Jesús los discípulos que lo siguieron, que, aunque a veces dudaron de Él y por algún tiempo lo abandonaron, al fin lo reconocieron definitivamente como su Señor, vivieron a la luz de su mensaje, lo amaron profundamente, lo anunciaron como el Salvador y padecieron por su fe en Él hasta el martirio? No sólo las noticias históricas sobre Jesús están contenidas en los Evangelios, de modo que si prescindiéramos de ellos apenas sabríamos nada sobre Él, sino que además Jesús y la Iglesia están unidos por una relación más honda, pues sólo a la Iglesia confió Jesús su Evangelio. El Jesús vivo se halla en la Iglesia existente a lo largo de la historia y actualmente viva; sólo ella está en conexión ininterrumpida con Jesucristo, a quien reconoce como Hijo de Dios y Salvador, a quien cree, ama, sigue y anuncia.
Frente a intentos de apropiación del Evangelio por parte de personas y grupos extraños desposeyendo a la Iglesia de él, ya nos puso en guardia Tertuliano y nos proporcionó en un escrito precioso y característico de su teología jurídica los recursos para responder teológicamente. El punto de partida es Jesucristo, «el testigo fiel» (Ap 1,5) y primer evangelizador que Dios Padre nos envió. Él enseñó durante su vida terrena cuál es el designio del Padre, al tiempo que iba formando a los discípulos. Después de su resurrección los envió para que hicieran discípulos de todas las naciones, fortaleciéndolos con el poder del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo interviene constitutivamente en la revelación y en su transmisión por la Iglesia; a lo largo de todo el recorrido del Evangelio actúa el Espíritu Santo: Con el envío del Espíritu de la verdad Jesucristo lleva a plenitud la revelación (cf. Jn 14,16-17.25-26; 16,12-15); Y con el poder del Espíritu fueron constituidos los apóstoles testigos de Jesucristo (cf. Hch 1,8; Jn 15,26a-27). Según muestran los Hechos de los Apóstoles el Espíritu Santo va guiando la misión de la Iglesia: Desciende con signos elocuentes en Pentecostés (Hch 2,4); en la conver­sión de Camelia interviene de manera insospechada (cf. Hch 10,44; 11,15); el Espíritu elige a Bernabé y a Pablo para una misión especial (cf. Hch 13,2); en unos lugares les cierra la puerta a la evangelización y en otros les abre horizontes misioneros; los apóstoles y el Espíritu concuerdan en el testimonio (5,32) y deciden conjuntamente cómo actuar en la delicada cuestión de los cristianos procedentes del paganismo (15,28); conduce a Pablo con indicaciones y presentimientos (20,22-23), etc. El Espíritu Santo acompaña a la Iglesia en la progresiva comprensión de la tradición apostólica; los libros santos han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo; la incorporación de nuevos miembros al colegio episcopal como sucesores de los apóstoles para acreditar en comunión con los demás obispos el Evangelio acontece en el sacramento de la ordenación que es obra de Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo; el magisterio pastoral cumple a favor de la Iglesia el ministerio de testificar e interpretar auténticamente la Palabra de Dios con la asistencia del Espíritu Santo. El Evangelio transmitido de tantas formas en el concierto de la comunión eclesial es recibido por la fe a través de la cual la persona con el auxilio del Espíritu Santo se entrega entera y libremente a Dios. Me parece oportuno recordar en este contexto una bella estrofa de un himno litúrgico de Pentecostés: «Llama profunda / que escrutas e iluminas / el corazón del hombre: / restablece la fe con tu noticia / y el amor ponga en vela la esperanza / hasta que el Señor vuelva».
El Espíritu Santo recuerda e ilumina la manifestación de Jesús, actualiza los hechos salvíficos, ensancha la comprensión de lo transmitido por la fe, universaliza lo concreto de la historia de Jesús, apropia la verdad del Evangelio a cada uno. Por obra del Espíritu la misión no es propaganda sino acontecimiento de conversión y de fe; abre los ojos del espíritu del hombre; aposenta la Palabra de Dios en el corazón de los que escuchan. El Espíritu Santo es presentado como maestro (cf. Jn 14,26) durante el tiempo de la Iglesia, después de haber concluido el tiempo de Jesús. ¿En qué consiste la novedad de la etapa del Espíritu en la Iglesia? El Espíritu Santo no es simple repetidor ni aporta revelaciones distintas. Su actuación va en la línea de actualizar e iluminar la palabra de Jesús. Existe «novedad sobre la base de lo ocurrido en el pasado; proclamación actual sobre la base de lo transmitido; actualización sobre la base de la tradición; actuación del Espíritu sobre la base de lo dicho y hecho por Jesús».
3.      María y la Iglesia al servicio de la Palabra
Frecuentemente se ha puesto de relieve el paralelismo que existe entre el relato de la infancia de Jesús según el Evangelio de Lucas y el relato de los Hechos de los Apóstoles, que podemos llamar el evangelio de la infancia de la Iglesia (cf. Lc 1,80; 2,40.52 y Hch 2,41; 6,7, con las respectivas notas en la Biblia de Jerusalén). María recibe por el poder del Espíritu en su corazón y en su vientre la Palabra de Dios y proclama en la montaña de Judea las maravillas que ha realizado en ella el Todopoderoso. Los apóstoles, reunidos en el cenáculo, recibieron, según la promesa de Jesús, la fuerza del Espíritu Santo y comenzaron a anunciar con valor la salvación de Dios en la muerte y resurrección del Señor. María y la Iglesia están al servicio de la Palabra, que escuchan, conservan en el corazón, cumplen y anuncian. El Concilio Vaticano Ir se refiere también a esta semejanza entre María y la Iglesia. «Fue en Pentecostés cuando empezaron los "hechos de los apóstoles", del mismo modo que Cristo fue concebido cuando el Espíritu Santo vino sobre la Virgen María» (AG 4; LG 59). Tanto María como la Iglesia reciben y proclaman el Evangelio, la Palabra de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo.
¿De qué se trata en la transmisión de la revelación divina, en la transmisión del Evangelio o en la transmisión de la fe, según aparece enunciado en nuestro encargo? Con varias expresiones decimos en realidad lo mismo. Transmitir el Evangelio significa proclamar con obras y palabras a Jesús en persona como la Buena Noticia que nosotros hemos recibido y deseamos que llegue a todos los hombres, en su vida personal, familiar y social, a los niños, adolescentes, jóvenes y adultos y a cuantos han ido creciendo más o menos al margen de la fe y de la Iglesia. Con el tesoro recibido, queremos enriquecer a otros, porque estamos convencidos de que la fe es un regalo inestimable.
Transmitir la fe es hacer partícipes de la gracia de la Palabra de Dios a cuantos están abiertos al Evangelio, a cuantos buscan y no encuentran, a cuantos desesperan y han perdido la confianza, a cuantos al menos en apariencia no muestran interés por Dios. La fe, que deseamos comunicar, es la respuesta a la revelación de Dios y al Evangelio, en que podemos sintetizada. La fe es inseparablemente gracia de Dios que proviene de su amor y respuesta del hombre libre bajo la atracción del Espíritu Santo. La fe es actitud profunda y reconocimiento de la verdad revelada por Dios; implica sinceridad del corazón, profesión de los labios y obras de vida nueva. La fe es hondamente personal y al mismo tiempo eclesial. La fe ha sido descrita por un extraordinario conocedor de su teología de la manera siguiente:
«La fe aparece (en el Antiguo y Nuevo Testamento) como la respuesta total de! hombre a la palabra salvífica de Dios. En la totalidad humana de este acto se descubren los aspectos siguientes: conocimiento-confesión de la acción salvífica de Dios en la historia, entrega confiada y sumisión a su palabra, comunión de vida con Dios ya ahora en el mundo, orientación escatológica de la existencia Oa fe mira siempre al futuro de Dios »
Porque Dios ha cumplido definitivamente sus promesas en Cristo, la fe cristiana subraya la dimensión de confesión y asentimiento; ante todo reconocemos lo acontecido ya en Jesucristo de donde brota también la esperanza. Los cristianos hemos hallado el sí de Dios en Jesucristo, en quien Abrahán a distancia se regocijó pensando en su día (d. Jn 8,56; Heb 11,13).
A través de la transmisión de la fe y del Evangelio queremos que Jesús nazca en el corazón de los hombres. Sin María la Virgen Madre de Jesús, que es en persona el Reino de Dios que viene con la fuerza de su amor, el Evangelio y la Palabra definitiva de Dios, no transmitiremos la fe a los niños, ni se reavivará la fe mortecina, ni seremos discípulos y testigos del Señor, ni nuestras comunidades serán hogar cálido, ni nuestras familias serán como «Iglesias domésticas». María que proclamó el Evangelio a los humildes y a los pobres, acompaña hoy también a la Iglesia en el camino de la evangelización en nuestro tiempo, es decir, de la nueva evangelización. Sin María no hubo misterio de la encarnación del Verbo de Dios, y sin María no habrá alumbramiento de Jesús, Luz del mundo, en cada generación y en cada hombre. La fe nace en el corazón de la persona con la intercesión maternal de santa María la Virgen Madre del Hijo de Dios. Recordamos de nuevo el Concilio que establece una expresiva comparación entre la actitud de María y la evangelización:
«La Iglesia, también en su labor apostólica, mira con razón a aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que por medio de la Iglesia nazca y crezca también en el corazón de los fieles. La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (LG 65).
La transmisión del Evangelio requiere en el apóstol generosidad para anunciarlo con la palabra y la vida a los destinatarios, sufrir en ocasiones dolores como de parto hasta que Cristo sea formado en ellos y en virtud de la conversión, de la fe y el bautismo se establecen con los renacidos relaciones de paternidad y filiación (cf. Hch 20,33ss; 1 Cor 4,14-15; Flm 10; Gá14, 19). La unión entre el apóstol y los evangelizados puede adquirir la calidad de un amor tan entrañable como el del padre y el de la madre por sus hijos. Así escribe Pablo a los cristianos de Tesalónica: «Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos. Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaras no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas porque os habíais ganado nuestro amor. Recordad, si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios. Vosotros sois testigos, y Dios también, de lo leal, recto e irreprochable que fue nuestro proceder con vosotros los creyentes; sabéis perfectamente que tratamos con cada uno como un padre con sus hijos, animando con tono suave o enérgico a vivir como se merece Dios, que os ha llamado a su reino y gloria» (1 Tes 2,7-12).
La familia es el ámbito insustituible, norte y asidero también en la evangelización. Si la familia se desarbola, quedan sus miembros a la intemperie, pierde la sociedad un pilar básico de estabilidad y la Iglesia padece un profundo desarraigo. En el matrimonio de nuestros padres hemos recibido el don de la vida; y la familia es la primera escuela donde se aprende a vivir y convivir, a creer y rezar, a incorporarse a la sociedad y a formar parte de la Iglesia. La familia y la Iglesia son inseparables para la tarea fundamental de formar personas y de transmitir la fe. El calor del hogar favorece la transmisión de la fe cristiana por los padres y su asimilación por parte de los hijos. ¡Que en la familia se vaya formando también la familia de la fe!